Colecciono salivas. Cartografías de pH.
Un cuento que me cuento en voz baja cuando no puedo dormir. Porque en vez de contar ovejas, cuento días sin besar.
La persiana baja bosteza, tapando la luz de la tarde que se cuela entre las hendijas y dibuja en el piso rectangulitos fugaces. Es la hora de la siesta y suena, a lo lejos, el timbre del recreo de alguna de las escuelas de la vuelta.
Es mi recreo también.
El recreo de las palmas de mis manos, de los nudillos rozándole la cintura, de los dedos índices surcando las costillas en ascenso mientras lo despojo de la remera.Esa remera celeste, inoportuna, que separa abdómenes y pechos.
Los brazos, acoplados en balanceos acompasados, me empujan suavemente y voy pisando en retaguardia: cables, pedales de guitarra eléctrica, un amplificador enano, y esa cola gatuna que huye despavorida del cuarto.
Nos fundimos en dos troncos enfrentados sobre un punto fijo.
Los rulos que le caen sobre las orejas y las sienes se estiran hacia los míos, fusionando una única cabellera, una sola nuestra.
Todo es nuestro.
No hay frontera, no hay piel que me alcance cuando un cuerpo se abre frente a mí.
Una fina lengua asoma sobre el labio inferior, bañada en su saliva que sabe a vocales cerradas y nasales, a clavijero Ibanez, a diapasón de ébano firme y brillante.
Bebo un poco más. Sabe a botones de camisas y a ruido de llaves metálicas, sabe a piano y blues.
Ahora es mío.
Lo robo todo, hasta el pH de su saliva.
Él tiene rulos también.
Cruza una pierna larga y flaca sobre la otra, mientras se acomoda en el pupitre y da vuelta la hoja de su cuaderno. Dos ojeras tímidamente malvas asoman, contrastando con su piel tersa y sus labios llenos.
El rostro es joven, pero su voz resuena ancestral.
Una zarza encendida le dicta las palabras acumuladas en su boca. Desde ahí observa a la platea con ojos que no miran. No necesita ver: todo lo toca con su río de palabras que bajan a borbotones por el corredor, palpando mochilas, salpicando rostros y manos que escriben furiosas.
Las palabras se me trepan por las piernas, las rodillas, los cuádriceps, escalan la línea recta entre el ombligo y el esternón, me respiran en la nuca.
Y por primera vez, me mira. Me mira porque lo leo.
¿A qué sabrá su saliva?
Esta vez no hay sala magna. Estamos solo los dos.
Me mira de cerca, como un cíclope, en todos los ángulos, vertical y horizontal.
Sus fonemas me buscan, aunque cierre los ojos, y ese ojo azul perfore cada capa de piel.
La boca, semiabierta como compuertas, se ofrece, flotando sobre la mía.
Y es ahí cuando huelo su pH:
sabe a apuntes subrayados con resaltador amarillo, a camisetas de fútbol empapadas de sudor y aplastadas en el fondo de la mochila, a dedos nerviosos tipeando frenéticamente, a libros que compra y nunca lee.
Profano la saliva.
Su saliva es helada, fresca, joven.
Hay Maradonitas saltando por un gol, una campera verde que lo envuelve en el tren, hay palabras serpenteantes que punzan como diamantes en bruto, que escupe y derrama.
No persigo las bocas.
No saboreo cabellos, ni ojos, ni proporciones.
Colecciono salivas.
Las bebo, sedienta de su pH, hilvanando, en días, horas o semanas después, un mapa de los cuerpos, los espasmos, la sangre corriendo en sus venas, el ictus tenso, la risa relajada y la respiración dormida.
Nada bellísimo.
Pero no me refiero a la “nada” como ausencia de todo, sino al acto de bracear en el agua, rítmicamente.
Se gira sobre sí mismo y encara hacia el mar. Me hiperfoco en esos jeroglíficos tatuados que tiene en la parte inferior de sus isquiotibiales, el músculo que desciende desde las nalgas hasta la cara posterior de la rodilla.
¿Cuál será el gusto del dolor cuando una aguja repiquetea, incesante, sobre la piel fina?
En el mar, nado a su lado y me habla. Divago, abstraída, pensando en el sabor que tendrá una piel tensa, cicatrizando.
Mi boca está abierta y, con horror, lo veo aspirando mi saliva, mi don, mi secreto de acumuladora líquida.
La tensión de lo inesperado me despierta.
Cierro la boca y nado hacia el lado contrario, despavorida.
Me detengo.
Lo pienso.
Giro.
Si lo dejo beberme, me acercaré un poquito más a los jeroglíficos de su pierna.
Beberlos a sorbos, sintiendo el zumbido de la máquina, el talón contorneándose en una camilla alta.
Estira mi saliva y bebe los espirales tatuados en mis brazos, recorre mis cicatrices de la piel.
Se cuelan los Maradonitas celebrando, dando saltitos; el diapasón de la Ibanez, la campera verde, el guante de latex del tatuador, la cola del gato y todos los pH que hemos coleccionado se calientan en un caldo febril de carnaval.
Bailan.
Se empujan.
Se lamen.
Se sorben.
Se huelen.
Se intercambian.
Es ahí cuando trago el todo.
No hay suyos. No hay míos. Nos fusionamos.
Porque todo es nuestro cuando se templan las salivas y bebemos del universo de una única boca, una única copa.